En 1963, un imberbe Bob Dylan lanzaba un aviso a quienes se resistían a la revolución que se avecinaba: "Mejor que empecéis a nadar u os hundiréis como una piedra". Un consejo que, para muchos, podría aplicarse la maltrecha economía española para salir del atolladero: como en aquella canción, los tiempos están cambiando. Numerosas instancias creen que la competitividad, un concepto tan relevante como difícil de delimitar ("escurridizo", como dijo el Nobel Paul Krugman) es, con la productividad, uno de los antídotos contra la crisis.
La competitividad podría traducirse como la capacidad de una economía para desenvolverse en el contexto global: vender el mejor producto al mejor precio. Por eso, depende de muchos factores: precios y costes, calidad de los bienes que produce... y productividad, o capacidad de maximizar la producción con los menores recursos posibles.
El problema de competitividad de España no es nuevo, pero la crisis global, el reventón inmobiliario, el acoso de los mercados y la competencia de los países emergentes lo ha hecho más evidente. Ya en 2004, un estudio de la Fundación La Caixa advertía de la "manifiesta" dificultad del país para mantener su competitividad. Sugería que había tocado techo como economía poco sofisticada, al basar su crecimiento en áreas de poco valor añadido (construcción y servicios). Y avisaba: una vez alcanzado ese nivel, "ya no se trata de imitar, sino de innovar".
Ambos conceptos, competitividad y productividad, son citados con profusión (78 y 16 veces, respectivamente) en el documento Transforma España, presentado este mes al rey Juan Carlos por la Fundación Everis y suscrito por 17 de los 37 líderes empresariales que ayer despacharon con el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en la Moncloa. ¿Puede una reunión de tres horas y una foto salvar una situación como la actual? "Esto no se soluciona en cinco minutos ni en un año; lleva más tiempo y hay que apostar de manera mucho más seria. Ahora, lo importante es imprimir confianza", dice Manuel Balmaseda, economista jefe de la cementera Cemex. "La pregunta añade es cuáles van a ser las bases de crecimiento a futuro, y de eso tenemos que convencer al mundo: que no va a ser sobre la base de la construcción".
Ahí, la productividad y la competitividad "son claves". En su opinión, "la apuesta tiene que dirigirse al largo plazo, a la inversión en capital humano y físico (infraestructuras y educación), y a hacer nuestro mercado más eficiente". A corto plazo, aconseja implementar "de forma agresiva" la reforma laboral, reducir la burocracia y acometer la reforma de las pensiones, que, dice, "ya era algo pendiente" antes de la crisis. Alfonso Arellano, de Fedea, comparte gran parte del diagnóstico. Pide que, dado el "nulo" margen del Ejecutivo para impulsar el gasto, se mejore el clima de negocios: "Que se puedan crear empresas más fácilmente". Además, "no se trata de bajar impuestos o de despedir funcionarios, sino de hacerlos más productivos; y mejorar el sistema público de empleo, que compita con el privado".
En 2004, La Caixa ya lo advertía: "Ya no se trata de imitar sino de innovar"
Balbino Prieto, presidente del Club de Exportadores, cree que "para ser fuertes en el exterior, primero debemos serlo aquí". Y opina que "17 normativas [autonómicas] distintas impiden la aparición de empresas fuertes y desalientan al inversor extranjero".
El profesor de Economía de la Universidad de Málaga Alberto Montero, de orientación progresista, no comparte la idea de competir vía precios y salarios. Si China es el referente, "apaga y vámonos". Su receta es "la que nadie quiere: la de la protección". Parece una opción políticamente incorrecta, pero a su juicio, la famosa guerra de las divisas no es más que eso: "Es lo que hace China depreciando el yuan: fomentar sus exportaciones y proteger sus importaciones".